En la cesta de mercado.
Esta es una historia real, le sucedió a una amiga de una amiga, una guayaba.
Sí, una guayaba; irónicamente un pedazo de materia verde va a ser la protagonista de esta historia de humanos.
Era una mañana tan gris como el ánimo de un oficinista programado, unas pantaletas de trotamundos, y desabrida como la sonrisa de un pedófilo en la víspera de navidad. Lo único que la diferenciaba era esa extensa carga conceptual y un frió de los mil demonios.
Todo comenzó de la siguiente manera, era un domingo de mercado como todos los demás con los ojos pegados, el sol me limpia las lagañas y me hace tiritar un poco. Un nuevo día, tan lleno de luz, de aire, de hierro. Me mordí los labios en la noche buscando un poco de calor, y ahora el hierro me inundó la saliva.
Me puse de patitas al suelo, y deambule con desdén hacia una plaza de mercado, qué irritable! el olor a humano me cacheteaba el sentido, y yo no lograba ponerme a la defensiva, ni esbozar uno que otro puñetazo.
Todo comenzó de la siguiente manera, era un domingo de mercado como todos los demás con los ojos pegados, el sol me limpia las lagañas y me hace tiritar un poco. Un nuevo día, tan lleno de luz, de aire, de hierro. Me mordí los labios en la noche buscando un poco de calor, y ahora el hierro me inundó la saliva.
Me puse de patitas al suelo, y deambule con desdén hacia una plaza de mercado, qué irritable! el olor a humano me cacheteaba el sentido, y yo no lograba ponerme a la defensiva, ni esbozar uno que otro puñetazo.
El caso, la historia no se limita a mi mañana de domingo, sino a un costal de guayabas y a una jóven que las miraba de reojo- Una mirona empedernida, en busca de algo que contar-.
A la mirona la habían roto por dentro y a las guayabas todas enteras, las andaba buscando toda la población madrugadora. Tan escurridizas se le clavaron como alfileres en los piel a ella tanto así, que desde ese instante tan efímero, no concilia el sueño y no despelleja el cielo.
Un amor guayaba, qué estupidez!
Las estupideces suceden, así como la vida misma.
Las guayabas no se afanaban por la agitación de la gente, el costal cumplía su misión y en este caso era su nido de amor, su espacio de aislamiento mental. Afuera corrían, gritaban, sudaban, escupían y echaban uno que otro madrazo, pero estaban ellas, las últimas dos guayabas a la venta tan imperturbables y enamoradas.
Ella, se estrelló con un costal de papas ambulante y cayó de bruces al suelo.
Dejó que la ira la envenenara un poco, pero al segundo se le entró por los ojos esa imagen de dulce, inusual y absurda coquetería cambiando con su metamorfosis mental, su ánimo y esa mañana de domingo.
El guayabo sonreía, ella lo sabía... Algo no necesita tener boca para que el mundo note su sonrisa.
(El guayabo, usualmente no sonríe... es el tormento dominguero, o en su defecto sabatino de los del ánimo etílico; y él, no es mi personaje principal)
Y ella tan rosada, se los llevó a ambos a casa y hasta el sol de hoy, ni la etapa de descomposición logró separarlos pues no llegaron a ella; Mamá los volvió jugo y alguién carente de magia hoy goza con el amor en el estómago.
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